Cuando vuelves a un autor años después, quien ha cambiado eres tú.
Entré en el mundo Murakami en plena búsqueda de una identidad propia. Fue en la universidad, esa época confusa y emocionante en la que creía tener claro que quería ser profunda, original, reflexiva. Quería salirme del estándar. Ganarme un carácter. Ser distinta, interesante. Leía por amor a una idea de mí misma.
En esos libros no encontré exactamente lo que buscaba, pero sí algo que me acompañó durante años: el caos de una realidad inverosímil que acabas aceptando como posible. La lucha de egos de personajes con los que, en teoría, resulta imposible empatizar, pero con los que, inexplicablemente, conectas.
Pasaron más de 15 años desde Underground, que aunque no es una novela, es Murakami en estado puro y con el que tuve la sensación de que la realidad supera con creces la ficción. Y unos 20 desde Kafka en la orilla, el primero que leí. Entre medias: Tokio Blues, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, Sputnik, mi amor, y los dos primeros tomos de 1Q84.
Ahora, siendo otra —una parte de aquella que fui y también alguien completamente diferente— cayó en mis manos El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas. Y no me lo puso fácil. Me costó entrar en su juego, sentir algo por sus excéntricos personajes, entender a dónde quería llevarme. Creo que, sin darme cuenta, lo leía con la expectativa de encontrarme con la lectora que fui.
Pero a mitad del libro algo hizo clic. Me rendí a la historia, dejé de buscarme en ella y volví a encontrar a Murakami: con sus reflexiones, sus listas musicales, su forma precisa de describir la realidad desde lo absolutamente fantástico.

El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas es una novela que requiere paciencia. Dos mundos paralelos que se alternan capítulo a capítulo: uno frío, donde todo está burocratizado, domina la guerra de la información y hay criaturas que acechan en las cloacas; otro, aparentemente idílico, donde volver a ser porque los recuerdos se dejan a la puerta de una ciudad amurallada para poder pertenecer a ella. Ambos mundos hablan del mismo conflicto: la identidad, la memoria, el alma. No entraré ahora en ello, pero supongo que no soy la única que ha visto Severance (Separación, la serie de Apple TV) pensando que es una serie sacada de la cabeza de Murakami.
Quizá, El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas no es el Murakami más accesible, pero sí uno de los más originales. Y si se le da el tiempo, deja poso. Como esas preguntas que uno no puede responder al instante y que regresan cuando menos lo esperas.
A veces volvemos a un autor para recordar quiénes fuimos. Pero, con suerte, también nos ayuda a entender quiénes somos ahora.
Te gustará si te gustan los mundos fantásticos en los que ves reflejado el mundo real, reflexionar sobre ideas y conceptos intangibles, darle vueltas a las cosas para no llegar a un sitio concreto.
