Cordillera, de Marta del Riego Anta, es un libro que se escucha tanto como se lee. Tiene el ritmo cíclico de las estaciones, las pausas meditativas de un canto antiguo y el pulso de la naturaleza latiendo en cada página. Cordillera es un canto: a la montaña, al silencio, a las heridas que se arrastran y a las raíces que, aunque duelan, también sostienen.
Podría leerse como una sinfonía íntima para pandeiru, voces ancestrales y sonidos de la montaña. O como un poema narrativo que entona con dulzura y crudeza el viaje interior de una pastora y, sobre todo, mujer. De hecho, sus reflexiones no son ajenas a muchas mujeres que rondan los cuarenta: el amor, la identidad, la maternidad, la necesidad de parar y preguntarse qué queda cuando lo que era estable se tambalea.
Pero Cordillera no es solo introspección. Es también una historia de amor, un relato naturalista y novela casi policial. Una estructura múltiple trenzada con armonía. La escritura de Marta del Riego Anta es medida, punzante, los diálogos son certeros y sus descripciones no buscan el artificio sino el vínculo profundo con la tierra.

En la novela la tierra no es un simple decorado: es un personaje, funciona como memoria. Leer Cordillera te sumerge en un paisaje que no solo es físico, sino también emocional y cultural. Las frases en patsuezu, variante del asturllionés, también son una forma de reivindicación, a través de ellas, y de la ambientación minuciosa, la autora rescata una identidad colectiva que parece desvanecerse en un mundo cada vez más globalizado.
En lo personal, Cordillera me ha servido para acercarme a mis propias raíces. No solo porque ahora viva lejos de mi tierra natal, que también, sino porque del lugar de mi infancia conozco más bien poco y al leer sus descripciones tejidas desde el amor, me he sentido muy cerca. Además, otro de los grandes placeres de Cordillera es parar, escuchar nuestros ritmos y recordar que no somos solo mente o cuerpo, sino también tierra. Que volver a ella puede doler y también puede sanar.
